lunes, 4 de diciembre de 2017

Adán expulsado del Paraíso


Igual que los terruños de nieve, endurecidos por el cansancio, se le atragantan a los perros salvajes en su largo caminar por las estepas nevadas, así masticabas tú en aquella mañana tu refrenada lascivia.

La ducha de agua caliente descongeló tu incontinencia. Tres horas antes, con premeditación preparaste el plan. Con tus ojos cerrados, dejaste que el agua tibia corriera de la cabeza a tus pies. Como la mosquitera del chamán hace huir a los espíritus malignos, así el agua de la ducha sacudió de los entresijos de tu alma tus malos humores trasvasándolos en savia de esperma florido. Quiero estar limpio - dijiste-, oler bien, que mi carne esté viva para adentrarse por las oquedades de sus venas, ser fruta en su fuente, astilla en su hendidura, semilla en su vaina, esconder mi barco en la bahía recóndita de su abrigada entrepierna. El agua caliente de la ducha avivó aún más tu deseo. Escanciaste de perfume tu cuerpo, enjugaste bien todos los poros, para que todo el valle de tu piel oliera a brisa azulada, a suave sabor de miel, menta y romero. El gusto y el olor, los afrodisíacos más impulsivos, instintivos y eficaces. Ahora o nunca. Esta era la ocasión. La mejor hora para hacerte el encontradizo con ella.

A pesar del cansancio que traía su cuerpo, tras noches seguidas sin dormir, no notaste en ella el decaimiento, la modorra, el distanciamiento ausente que produce todo esfuerzo sobrellevado por encima de un límite. No sé a quien atribuir la rotura del siseo verbal que, entre vosotros dos, debió brotar. Ahora deberían venir aquí esas metáforas dulces, como el sesgo murmullo de dos periquitos embobados, el suave crujido de un pie descalzo sobre la arena virgen de una playa, el lento entreabrirse de los pétalos de una rosa, la silenciosa caída de una gota de rocío sobre la dura corteza de la piel de un viejo almendro en flor..., pero mi humor no se corresponde en este momento con la subida de tono de vuestro no tan espontáneo encuentro, la cita semi encubierta de dos jóvenes enamorados, que fuerzan la trayectoria de dos astros con órbitas distintas, en la conjunción única de su destino definitivo.
¿Qué haces aquí?
Estoy agotada. Necesito asearme un poco, descansar aunque sea unas horas.
Lo que no recuerdo muy bien es quién de los dos dijo: “Subamos, no nos quedemos aquí parados como dos tontos.”
Perdona, voy un momento al aseo, me siento pegajosa. Mira tú qué pelo, llevo dos días sin poder mirarme en un espejo. Te importa decirme donde tienes las toallas, me ducho y en seguida salgo.
Ya dentro de la ducha, tu oíste el zumbido del calentador del butano, luego el estallido del teléfono del agua sobre la porcelana blanca de la bañera, luego un fuerte suspiro de alivio sofocado.

Una vez que el zumbido del gas y el estallido del agua dejaron de sonar, ella te dijo desde el cuarto de baño:
¿Me puedes preparar un café?
Descuida, estoy en ello –le contestaste solícito.
Limpiaste el café caído en el suelo. Las aceleradas pulsaciones de tu pecho hicieron rodar por el suelo el tarro del azúcar. Sé que estuviste a punto de abandonar la casa de tu soltería, el claustro inmaculado, todavía mancillado por la castrada vergüenza de tu impotencia ante el primer encuentro con una joven mujer.

También ella antes de abrir la puerta del cuarto de aseo se lo pensó dos veces. No me explico cómo una cosa que se desea con tanto ahínco y se prepara con tanto esmero, pudo resultar tan gravosa, sobre todo para ti tan desinhibido. El gran caballo de batalla se entabla ya en el punto de partida, en la elección inicial. Una vez tomada ésta, sólo hay que dejarse llevar.

El aroma del café inundó el apartamento.
¡Qué bien se huele!
Un albornoz azul cobalto cubría al completo todo su cuerpo.
Como ves, he tenido que ponerme tu bata.
No importa.
Sus cabellos caían apretujados como en pequeños haces de trigo verde. Al sentarse, gotas de oro tierno cayeron sobre la bandeja del café. Tú cogiste la servilleta, quisiste limpiarlas, al tiempo que ella haciendo un instantáneo quiebre con su cabeza te lo impidió con gesto amable .....

La virilidad está más en el temor de no ser impotente que en la ostentación de vanagloriarse por serlo. Los dos bien sabíais que follar y amar no eran la misma cosa, aunque teníais claro que lo uno sin lo otro tenía sus inconvenientes.
Tengo el cuerpo engarrotado. Menos mal que la ducha me ha dejado un poco más relajada.
Entendiste sus palabras, o al menos eso creíste, como una clara insinuación a poner algo de tu parte para aliviar su cansancio. Sin poder apenas, con sus dos manos sobre sus hombros, ella empezó como si quisiera automasajearse. Luego, tú, de pié de tras de ella, empezaste suavemente cogiendo sus propias manos a seguir el ritmo por ella iniciado, hasta que poco a poco te dejó hacer. Retiró sus manos. No sabía donde ponerlas, hasta que abiertas las colocó a conciencia sobre sus senos. El suave movimiento oscilatorio de tus manos sobre el lienzo que cubría la tierna frescura de sus hombros transmitiría a su carne ondas de un dulce escalofrío. Al darte cuenta con la suavidad que ella misma, con sus tiernos dedos, se palpaba los pezones por debajo de la bata, sentiste un deseo irresistible de abrazar su cuerpo y apretarlo contra el tuyo para ver la manera de apagar el fuego irresistible que te quemaba por dentro. Ella quiso entonces ayudarte, cogió una de tus manos y te ayudó a que le desabrocharas los dos primeros botones de la bata. Dejaste al desnudo casi toda la parte superior de su aún inexplorado cuerpo. El mismo albornoz te ayudó a ello deslizándose por la propia inercia de su peso. Lentamente, sintiendo en tus manos abiertas la viva carnalidad de su estilizado cuello, tocarías sus orejas como quien con dedos inteligentes sabe distinguir el buen paño. Tú te sorprendiste de pronto al ver a cada lado de su cara dos nidos de apacibles tórtolas azules y blancas. Ella oiría entonces cantar a los pájaros. Se levantó majestuosamente de la silla, sin decir palabra, de espaldas a ti, se quitó la bata por completo, la extendió en el sofá y se dejo caer libre, distendida, colocándose boca abajo. Fue entonces cuando de rodillas frente a su cuerpo desnudo te inclinaste como el fiel más devoto sobre el altar más sagrado. Sólo unas ajustadas y caladas bragas blancas cubrían su pubis como lo hacen los corporales con la sangre de Cristo sobre el cáliz del altar. Empezaste por besar sus pies, venerar sus manos, estrechar su costado, beber del agua de su hendidura virginal. Luego ya todo tu cuerpo en llamas fue el que se arrojó al estanque, se montó en su barca...

Tu cuerpo ajustado como un río a sus riberas, se mantuvo tranquilo, en paz sosegada hasta que los latidos de vuestro corazón llegaron a marcar el mismo paso. Luego ella esperó un tiempo prudencial, y en vista de que tu hora aún no había llegado, quiso modificar el escenario. Se levantó del sofá. No podía quedar a medio lo que con tanta ilusión y con tan buen pie había comenzado. La copa del placer debía ser derramada. Te cogió de las dos manos y, como el abad en procesión hace con la custodia, sin apartar los ojos de tu cuerpo, te condujo al tabernáculo, al sancta sanctorum del dormitorio. A pesar de vuestra prematura ansiedad, los dos disteis pruebas de apacible calma. Ella con madurez inusitada hizo que te sentaras sobre la cama. En la alfombra puso un cojín. Ella, a su vez, se sentó allí, en el suelo. Tus dos piernas caían como cascadas de espuma roja sobre la montaña verde de su cuerpo. Tomó, primero tu pie derecho, lo acomodó con delicado tiento en el vacío de su bajo vientre, tu notarías su palpitación urgente, inclinaste tu cabeza entre sus senos y dos calientes gotas de tu pobre llanto mojaron sus pezones erizados por el deseo. Ella, tan paciente como encendida, probaría ahora con el otro pie sobre el nacimiento de su dulce manantial. Con sus dos manos a la par, empezó a pasártelas armoniosamente por la parte interior de tus muslos. Primero, suavemente, despacio. Tu aparente quietud provocaría entonces en ella movimientos cada vez más rítmicos, más impulsivos. Hubo un momento en que te pusiste de pie, te estiraste como un jinete que a la grupa de su caballo ve próxima su llegada a la meta, pero cuanto más cerca presagiabas tu victoria, veías como el volcán de tu caballo entre tus piernas se apagaba poco a poco.

Luego, todo fue de mal en peor. Todo se vino abajo. Hay montes que se levantan para jugar con las nubes de sus fantasías, pero también hay montes que se allanan para dar paso al caminar de nuestro propio conocimiento, de nuestra limitada impotencia. Entonces ella te diría con ese acento deslucido con el que el ángel expulsara a Adán del Paraíso:
Vete, vete, ¡déjame dormir tranquila, estoy agotada. Tú no tienes la culpa de nada.

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