sábado, 13 de enero de 2018

La Samaritana




Aquello parecía un mercado, una casa de apuestas, una lonja de pescados. "Sala de espera para familiares" rezaba la placa. Urgencias de un hospital cualquiera, pero aquella estancia era más bien un vagón parado a la orilla de una vía muerta. Familiares y enfermos, médicos y ateeses, todos apretados en una cuba de arenques. Yo no sabía de dónde arrancaba el suero, si era del vecino paciente, o tal vez nacía de mi brazo por la tendinitis trastocado. La televisión ondeaba allá en la altura, desoída. Las mascarillas verdes que la mayoría llevábamos, apagaban las directrices del locutor de la tele, que cual práctico de un puerto inexistente pilotaba, desde el sitio más encumbrado, aquella embarcación, en medio de un temporal de nieve, a un anunciado desastre. Yo miraba a otra parte para librarme del ojo del huracán de aquel Gran Hermano de una televisión pública y autonómica incapaz de dar a basto a tanto telediario lisiado y doliente.

Mi pareja me comentaba algo de un libro de Enric Corbera que en ese momento leía para aliviar la tardanza. Dos palabras, -curación cuántica-, se escaparon de la boca de mi compañera. Binomio tan llamativo, en circunstancias hospitalarias, llamaron la atención de nuestro vecino, un hombre ya entrado en años, y que aburrido de esperar a que le curaran, disimulando, escuchaba nuestra conversación. Y sin más, nos preguntó:
¿De qué religión son ustedes?
Más o menos de la misma que la suya. ¡Todas se parecen tanto! -le respondí amistoso.
El hombre, sin tapujos ni vergüenza, empezó luego a hablarnos como si nos conociera de toda la vida. Era un vendedor que se desplazaba de mercado en mercado con su puesto a cuesta por todos los pueblos de la vega media.
Soy un hombre creyente. Iba yo con mi moto, y de pronto oí a mi lado alguien que me dijo: "¡frena!". Frené justo delante de un gran terraplén. Me salvé de milagro. Fue y siempre ha sido esta voz, a partir de entonces, mi ángel de la guarda. Pero reconozco que tengo un pecado. Me gustan mucho las mujeres. Y por tanto Dios me ha castigado con este mal que hasta aquí esta noche me ha traído a urgencias del Morales.
Yo le dije que si Dios era bueno, no podía castigarle. Y mucho menos por gustarle las mujeres, que él mismo Dios tan hermosas las había creado. El hombre de pronto exclamó:
¡Ya estoy curado! Tengo un hambre que me muero. Y de soslayo se le iban los ojos detrás de las piernas de una linda enfermera que en ese momento pasó a nuestro lado.
La conversación siguió más o menos por el mismo derrotero. Algo teníamos que hacer para aliviar aquel retraso hospitalario. El hombre se puso luego a recitar algo que tenía que ver con la Samaritana de los evangelios. Le pedí que me repitiera más despacio aquel romance. Y así lo hizo muy honrado. Yo mismo compuse dichos versos -me dijo ufano. Y aquí, este sábado de invierno, yo los vierto, agradeciendo a este hombre que nuestro aguante no fuese tan pesado:
Un viernes partió el Señor
a la ciudad de Samaria.
Antes de llegar al poblado
la calor le atosigaba.
Se recostó junto a un pozo
como cansado que estaba.
Y por allí vino a ver
a la misma que aguardaba.
¡Oye, samaritana,
dame a beber de esa agua!
Y yo a tí te daré
otra de más importancia.
Si tanta virtud tienes,
dame, Señor, de esa agua.
 
Que venga tu marido en visita
y contigo en compañía

Si yo no tengo marido
y tampoco estoy casada.
¡Ole, con siete galanes que tienes
dando escándalo en Samaria,
y ahora me dices
que tan solica te hallas!

Dime, si eres Dios bueno y profundo
que mis verdades declaras.
No soy Dios ni soy profundo.
Soy un recibidor de almas.
Vengo a recibir la tuya
que la tienes condenada.

Y entonces la samaritana
rompió el cántaro de agua
y al mundo volvió la espalda.

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